Steven Barboza, excatólico, Estados Unidos


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Mi abandono del catolicismo romano fue engendrado por la muerte prematura de mi madre a los 49 años de edad, el día anterior a mi cumpleaños número 22. Le rogué a Dios como loco que la salvara, y cuando Él no lo hizo, establecí una nueva línea de comunicación. Llamé a Dios por Su nombre, Al‑lah, y le oré con mis palmas formando una copa y mis ojos muy abiertos. Dados el absurdo y la ironía de los eventos en la Boston volcada hacia el racismo, donde yo vivía, el Islam fue un regalo de Dios. Pocos meses después de la muerte de mi madre, unos blancos asaltaron a un hombre negro frente al ayuntamiento de Boston utilizando como arma un asta con la bandera de Estados Unidos en ella. Con ese ataque y la muerte de mi madre, una vida de frustraciones llegó a su punto de quiebre.

Mi odisea hace 26 años no es diferente a la de cientos de miles de negros en los Estados Unidos. El viaje se convirtió en mi yihad —literalmente "esfuerzo"— emprendida para lograr no el poder político ni la autonomía económica, sino el control sobre mi propia alma.

El cristianismo no ofrece una forma completa de vida como lo hace el Islam. Asistir a misa una vez a la semana y llamar a eso religión no satisface mis necesidades espirituales. El Islam ofrece un código de conducta sobre cómo llevar mi vida cotidiana y cómo comunicarme con Dios. Postrarme en oración cinco veces al día como musulmán me ofrece más consuelo del que jamás hallé arrodillándome ante un crucifijo.

En 1974, igual que hoy día, en los Roxbury y los Harlem por todo Estados Unidos, solo las licorerías superan a las iglesias en la competencia por obtener la atención de los negros y, en mi opinión, ambos idiotizan a millones de estadounidenses negros.

El Islam, en cuanto estuve familiarizado con él, parecía la forma perfecta de resistir. Como religión, ofrecía pautas claras para vivir; y como movimiento social, se yergue para el nacimiento orgulloso de la cultura y la disciplina.

Antes de que mi madre muriera, yo había estudiado a fondo la autobiografía de Malcolm X; después de que ella murió, me sumergí en el tema por completo. Malcolm había sufrido una metamorfosis: de matón a renovado portavoz de Nation of Islam (la Nación del Islam) y, finalmente, a converso al Islam ortodoxo. A través de su transformación, había mostrado que el cambio, incluso a partir de los inicios más miserables, era posible.

Por supuesto, la vida de Malcolm y la mía eran muy distintas: él había descubierto el Islam en prisión, yo lo descubrí en la universidad; él era el vocero de un visionario teocrático negro, yo era un empleado administrativo en una compañía importante. Sin embargo, me sentía identificado con Malcolm y los musulmanes negros. El color de nuestra piel nos hace a todos lastres en un barco que se hunde, y el Islam nos invoca como preservador de vida.

Hace dos décadas y media en Boston y Nueva York había pocas mezquitas ortodoxas. En los barrios negros, una institución, Nation of Islam (NOI), dominaba la enseñanza del Islam o, más bien, una versión casera de este. Muchos negros que se convirtieron se aferraron a las enseñanzas de la NOI: sus exhortaciones al amor propio y a la solidaridad racial, su creencia en la productividad y el emprendimiento. Y con igual ardor, también se aferraron a las otras enseñanzas de la NOI: su chovinismo racial y su creencia en que la gente blanca es genéticamente inferior, "demonios de ojos azules" intrínsecamente malvados, que han sido creados para practicar "engañología" contra los negros.

Usando los motivadores gemelos de mito y orgullo, Eliyah Muhammad hizo de la NOI una de las organizaciones económicas y religiosas negras más grandes que los Estados Unidos han visto. Reclutó a un campeón de pesos pesados que todo el mundo adoraba: Muhammad Ali. Sus mujeres parecían ángeles en sus velos, flamantes chaquetas blancas y faldas hasta los tobillos; sus hombres eran galanes en sus trajes negros bien presentados y sus corbatines de marca registrada. Pero sentarse en el tempo de la NOI en Roxbury era como estar en un jurado escuchando un argumento de cierre. Los acusados (en ausencia): la gente blanca. El fiscal: un ministro de finos modales que prácticamente escupía, diciendo que los blancos son completamente diabólicos y que su religión era simbolizada grotescamente por un "símbolo de muerte y destrucción" (el crucifijo). El cargo: perpetrar actos cobardes contra los negros "en nombre del cristianismo". El veredicto: culpable.

Apenas si duré en mi única visita. Para mí, demonizar al "enemigo" como hacía la NOI difícilmente parecía la mejor forma de "amarse a sí mismo". En todo caso, aborrecí la idea de ponerle color a Dios o de limitar los atributos divinos a una raza. Y aunque Eliyah merece crédito por redimir a legiones de negros de las drogas y el crimen cuando todos los demás, incluyendo al cristianismo, les habían fallado, no creí que eso le ganara a él el título de "mensajero" de Al‑lah.

Así que me trasladé a Nueva York y me hice musulmán ortodoxo en la forma en que todos los conversos lo hacen: declaré ante testigos musulmanes mi creencia en Al‑lah y mi fe de que el Profeta Muhammad (que la paz y las bendiciones de Dios sean con él) fue Su último Mensajero. Entré a una mezquita sunita y me postré sobre un tapete, al lado de gente de todas las etnias.

Ese era el que consideraba el Islam verdadero, el Islam ortodoxo al que Malcolm se había cambiado, y el que la mayoría de los seguidores de Eliyah eligió cuando la Nación del Islam menguó después de su muerte; el Islam al que pertenecen la mayoría de los 135.000 conversos estadounidenses anuales (de los que entre el 80% al 90% son negros).

En un avión a Senegal me senté al lado de un afroamericano vistiendo un traje árabe tradicional. El hombre iba al encuentro de un Imam, su líder espiritual, un musulmán negro africano. Más adelante conocí a otros negros estadounidenses que habían pasado años en África estudiando el Islam. Investigando, hallé que más del 35% de los negros traídos como esclavos al Nuevo Mundo eran musulmanes. Al convertirse, muchos negros americanos simplemente han regresado a la religión de sus antepasados.

Con los años, he comprendido lo que debió haber sido obvio para mí desde hace mucho tiempo: que Jesús no había abandonado a mi madre, ella murió porque Dios así lo quiso, independientemente de la forma que mis oraciones tomaran.

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